The following text is not a historical study. It is a retelling of the witness’s life story based on the memories recorded in the interview. The story was processed by external collaborators of the Memory of Nations. In some cases, the short biography draws on documents made available by the Security Forces Archives, State District Archives, National Archives, or other institutions. These are used merely to complement the witness’s testimony. The referenced pages of such files are saved in the Documents section.

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Martín Kohan (* 1967)

The grey zone of of impunity fascinates me

  • Born on 24 January, 1967

  • Teaches literary theory at the University in Buenos Aires and University of Patagonia

  • An author of essays, stories and novels

  • achieved the largest international success by his novel Ciencias morales (Ethics, 2007), which was awarded the Spanish award Herralde for a novel (2007) and was later opted into a movie by Diego Lerman, called La mirada invisible (Invisible view)

  • In 2014 received as one out of five best Argentinian novelists an award of the Konex foundation in 2008-2010.

El tema que reaparece con mucha fuerza en sus obras es la desmantelación de los mitos nacionales argentinos. ¿De dónde viene este interés?

Me parece que los mitos tienen particular potencia: pocas definiciones de pertenencia son tan fuertes como los mitos de la identidad nacional -no hay muchos dispositivos que logren un fervor tal que las personas puedan sentirse dispuestas a matar o a morir- y el patriotismo es un tipo de exaltación cuya eficacia me intriga muchísimo. Yo no tengo sentimientos patrióticos, tampoco tengo orgullos ni fervores nacionalistas, y por eso mismo me interesa mucho medir esa eficacia. Y una manera de medir y de calibrarla es tratar de ver cómo se contrarresta el mundo de los héroes nacionales, la formulación de épicas nacionales, los mitos de origen, las distintas formas de esencializar una identidad. Un mito de fundación que se reconozca, aún más en un país con tanta presencia de la inmigración como este, construir una historia que se sienta como propia, aunque no esté vivida, de manera que ciertos acontecimientos del siglo XIX pueden pasar a formar parte de una historia incluso personal… todo ello son narraciones de una potencia muy grande y a la vez de consecuencias muy negativas en el sentido de que demasiado a menudo, para no decir casi siempre, los fervores patrióticos llevan a las peores consecuencias.

En su opinión, ¿se podría definir la identidad argentina?

Mi interés es más bien desdefinirla que definirla. Definirla no me interesa en absoluto. Me provoca el mayor interés indagar en cómo ha sido definida partiendo de la base de que esa definición crea la identidad. Como es muy bien sabido en día de hoy, la identidad no existe: se trata siempre de construcciones de identidad, lo que no quiere decir que se trate de algo falso. Las construcciones culturales son también realidades. Me interesa trabajar en esas definiciones para desarmarlas o desarticularlas.

Del mismo modo, no me interesa tanto poner los mitos nacionales en cuestión bajo una refutación o una lamentación, me interesa más algo del orden de la deconstrucción: tratar de ver cómo funcionan esos mitos y tratar de trabajar contra ellos desde la parodia. En todos los distintos mitos nacionales que uno puede detectar -San Martín como padre de la patria, las maneras cómo Buenos Aires se imagina a sí misma como ciudad europea, la relación entre Buenos Aires y el resto del país, la épica del Estado- hay algo que me interesa, pero para contrarrestar, desmantelar o desdefinir como quien desarma una máquina y al desarmar descubre cómo está hecha. Buena parte de esas definiciones de la identidad son instrumentaciones del Estado, y como tales son mecanismos de dominación social.

¿Tiene Usted su propia interpretación o solo se opone a las existentes?

No es que yo piense que la identidad argentina esté mal hecha o que haya otra que podría ser mejor. Tampoco tengo una idea de la patria mejoradora o superadora respecto de la existente. No reviso la identidad existente para oponer una identidad distinta, me interesa la existente porque es la que funciona. Si hubiese otra, cuestionaría otra. No propongo nada. Mi posición es crítica de cualquiera clase de fervor patriótico.

¿Por qué sus libros ponen tanto énfasis en las derrotas argentinas?

Porque la definición de una identidad nacional siempre tiene una épica. Lo digo un poco en chiste, pero no debe haber ningún himno nacional en todo el mundo cuyo estribillo diga somos unos desgraciados, somos los peores del mundo. Ricardo Piglia dice que hay que construir la historia de las derrotas. Me parece un buen modo de desdefinición.

Pero es la definición de la América Latina.

De todos modos, para la argentinidad es mucho más revelador interrogar las derrotas que las victorias. Y desde el punto de vista literario mucho más interesante.

De hecho, en Dos veces junio he tomado como dos momentos decisivos el único partido que Argentina perdió en el mundial del 1978 y la derrota militar del 1982. El caso de la guerra de las Malvinas es aún más fuerte que el primero: no es solo una guerra que se ha perdido, es una guerra que habría sido una desgracia ganar. Una victoria argentina habría sido una catástrofe, habría confirmado la continuidad de la dictadura. Pero la guerra termina en julio 1982 con la derrota, y de inmediato se sabe que la dictadura va a terminar, se designa un gobierno de transición militar y se hace el llamado a las elecciones. El desprestigio militar fue definitivo.

¿Perdura hasta ahora?

Por suerte sí.

Usted no confía mucho en el ejército.

Por surte no. ¿Por qué tendría yo que confiar en el ejército? En términos políticos son defensores del orden existente y en términos de revolución, el aparato de represión.

Pero por el hecho de perder, uno no debe de dejar de ser héroe, ¿verdad?

El héroe de la derrota. Lo que me parece una clave argentina: Argentina es el país europeo de América, el país destinado a la grandeza, el país que tiene la mejor geografía, los mejores recursos naturales y todas las bendiciones de Dios… y es un país pobre, miserable y olvidado en el tercer mundo.

¿Hay otros motores de su escritura a parte del interés por la desmantelación de los mitos nacionales?

La motivación, en el sentido estricto en el que algo me impulsa a escribir, es siempre literaria. Lo que me impulsa a escribir es siempre un tipo de idea o de posibilidad literaria: un tipo de narración, un tipo de narrador, un tipo de construcción de temporalidades, algo de ese orden. Si no hay una motivación literaria, yo podría escribir un artículo, un ensayo, un manifiesto. Si escribo novelas, es porque hay una motivación literaria.

¿Así que no tiene objetivos extraliterarios, por ejemplo, impulsar un cambio en la sociedad?

No. O, mejor dicho, literatura no puede producir ningún cambio real en la sociedad porque sus efectos sobre la realidad son mínimos, minúsculos, casi inexistentes. Hablando de la cantidad de lectores a los que un libre llega, son mil, dos mil, cinco mil, diez mil, seamos muy optimistas, cincuenta mil. ¿Qué transformación social puede pretenderse llegando a 50 mil personas en un país de 45 millones de habitantes?

A lo mejor las élites culturales transmiten la influencia de los libros…

Eventualmente. Pero, por lo menos en mi caso, creo que la literatura difícilmente podría tener ese alcance porque no es para mí un instrumento para plasmar ideas, sino que es una experiencia dada por la lectura. Lo que yo pretendo lograr con mis libros va a tener que ver siempre con la experiencia de la lectura, lo que no es una idea que uno pueda trasmitir por fuera de los libros. No es que en los libros haya algo así como un mensaje o una conclusión que alguien pueda tomar y transferir como alguien que comunica una idea o un concepto. Es literatura. Y los efectos que la literatura puede tener, los tiene desde la experiencia propiamente literaria. Por eso digo que no escribo partiendo de determinadas ideas en el sentido conceptual ni siquiera sociológico-político: escribo partiendo desde una motivación literaria. Y eso solo funciona en una lectura que tiene que ver con la experiencia de la literatura. Si no, estaríamos pensando que literatura es una especie de excusa, herramienta, instrumento para lograr algo de fondo que esté más allá y que alguien que ha leído el libro pueda transmitir a alguien que no ha leído el libro. O sea, saltearse ni más ni menos que la propia literatura.

Yo creo que nada en la literatura, ningún contenido ideológico, social, político, es independiente de la forma que le da existencia. Es inseparable. Las decisiones formales -el registro, la distancia narrativa, las estrategias de la narración, el manejo de los tiempos de narración, la construcción de personajes, la construcción de intrigas-, todo ese arsenal de artificios que llamamos literatura no es apenas un soporte que sirve para expresar una idea: no existe ninguna idea en la literatura por fuera de esos artificios, que son la verdadera sustancia de la literatura. Es decir que, sin pasar por la experiencia literaria, sin pasar por la vivencia de la lectura, no hay nada. Y los que pasan por esa experiencia son siempre pocos. Lamentablemente.

Visto que Usted es también profesor de teoría literaria, ¿inspiran o influyen su escritura algunas ideas teóricas?

No hay una relación directa en el sentido de suponer que porque enseño teoría literaria, respondo a un paradigma de teoría literaria. Y tampoco, lo que es un prejuicio que frecuentemente aparece, uno escribe para quienes también conocen una teoría literaria, entonces podrían descodificar en esas claves los libros. Eso no es así. Tampoco escribo por fuera de eso, rechazándolo.

Hay dos cuestiones para mí importantes. La primera es que un libro no se escribe desde un solo tipo de saber. A veces hay un deslumbramiento, una exageración de los saberes de la teoría literaria. Eso podría ser hasta una intimidación para un lector que tiene otra clase de saberes. Lo veo como un prejuicio. Uno dispone de muchos saberes. Los míos tienen que ver en muchos casos con la teoría literaria, porque es lo que yo enseño, con otra clase de lecturas que no tienen nada que ver con la teoría literaria y que a veces no tienen que ver ni siquiera con la literatura o con saberes que ni siquiera provienen de la lectura, como las experiencias de la ciudad, el fútbol, el boxeo, la relación con la lengua, los recuerdos… Muchas veces voy contra el prejuicio que el saber que está por detrás de los libros que yo escribo son los saberes de la teoría literaria porque es lo que yo enseño. Eso, por un lado.

Por otro lado, hay otro prejuicio muy fuerte, que es suponer que un libro que se escribe desde un determinado lugar tiene que ser leído desde este mismo lugar, que el lector tiene que encontrar en un texto aquello que el escritor puso y si eso que el escritor puso en juego presupone ciertos saberes, el lector debería manejar esos saberes para poder encontrar lo que el escritor puso. Yo estoy completamente en desacuerdo con esa idea. Sería muy pobre la literatura si yo supusiera que cada lectura va a encontrar el texto lo que yo anticipé. Supongamos que alguna de las cosas que yo pongo en juego en un texto tiene que ver con algo que yo he leído porque enseño teoría literaria. No hay por qué pensar que un lector que maneje esos mismos saberes va a ser mejor lector de ese libro que otro lector que no tenga esos saberes, que va a leer desde otros saberes: va a leer otra cosa, lo que es mucho mejor.

¿Puede dar un ejemplo?

Dos veces junio es una novela que se enseña en colegios secundarios, con estudiantes de 14, 15, 16 años. Tiene un efecto muy, muy, muy interesante. Muchas veces me invitan a conversar con los estudiantes, yo voy muy interesado porque, aunque esos estudiantes son argentinos, hay una cantidad de saberes históricos y políticos que no tienen y que, para mí, no hace falta que tengan porque eso hace que lean otras cosas, igualmente pertinentes, que están igualmente presentes en el texto. Esas lecturas van por lugares quizás menos previsibles y para mí son a veces mucho más interesantes que otras.

Es que un lector no tiene que ir a buscar lo que el escritor quiso decir, sino otra cosa que él mismo como lector es capaz de producir -su propia lectura, sus propios sentidos en la lectura- y, por lo tanto, no tiene que compartir un mismo horizonte de saberes. Yo no sé lo que va a encontrar cada lector, qué sentido va producir cada lectura, lo cual nos devuelve la cuestión del mensaje o de las ideas que un texto pueda tener: yo no sé cuáles son. Yo sé algunas que yo pensé. Quizás una idea que para mí era importante, un lector la pasa completamente por alto y esto no implica que esté leyendo mal. Al revés, yo diría que eso implica que está leyendo bien, es decir que está produciendo su propia lectura. La literatura, como decíamos, no es un instrumento para trasmitir ideas, es una máquina de producción de sentido. Esa máquina no funciona solo en la escritura, funciona en cada lectura; por lo tanto, cada lectura activa una máquina de producción de sentido, que ya no es la mía, no tiene que ser la mía. Por eso yo no puedo decir cuáles son las ideas centrales de mis libros: depende de cada lector.

¿En qué difieren las lecturas de los adolescentes de la suya en el caso de Dos veces junio?

Suelen dejar más la cuestión de la realidad histórica de la dictadura militar, porque, para alguien que tiene 15 años, alguien de 30 años es viejo del mismo modo que alguien que tiene 70; no distinguen, el pasado les parece siempre lejano, historia antigua y lo que ocurrió hace 30 años podría ser la llegada de Cristóbal Colón a América. No van en busca de ese pasado necesariamente. En cambio, leen mucho más los elementos de represión sexual, ponen lo sexual en primer plano. ¿Está eso en el libro? ¡Claro que está! ¿Es una lectura pertinente? ¡Claro! Es una lectura impecable. Y una cosa que les choca muchísimo es el tipo de iniciación sexual con prostitutas y la especie de función del padre de iniciar al hijo.

¿Era una realidad frecuente en Argentina?

En los años 1950, 1960, seguro.

En sus novelas reaparece un motivo: Usted no habla con su propia voz, sino que presta su voz a los opresores u otras personas que no comparten su perspectiva. ¿Por qué?

En parte tiene que ver con mi concepción de la literatura. Para mí, la literatura no es una herramienta de mi expresión personal. Exprimir desafío para mí en una narración es la pregunta por cómo narrar.

Narramos todo el tiempo, no debe pasar un día entero sin que cualquiera de nosotros cuente algo. Sin embargo, hay una diferencia en la narración literaria, que es esa distancia reflexiva: para narrar, hay que preguntarse cómo narrar. Y del mismo modo y por eso mismo, el narrador es lo primero que uno construye, es la primera decisión. Ni en un texto escrito en primera persona, ni aún en un texto autobiográfico, que yo no escribo, por definición el yo del texto nunca es el yo real. No puede ser. Porque si no, no es literatura.

Pero los lectores se confunden…

Los lectores se confunden muchísimo. ¡Con qué insistencia creen que el yo de un texto es el yo real! ¡Y con qué frecuencia hay escritores que no toman el desafío de construir un yo, una voz, un punto de vista de la narración, aunque sea el propio! Yo creo que para quién escribe su propia vida o trabaja con sus propias experiencias, hay un doble desafío: justamente porque este mundo se parece tanto al suyo, doblemente está el desafío de construir, de inventar el narrador.

En mi caso, es lo siguiente: yo no siento ningún interés en narrar mundos que ya conozco, no me interesa narrar ni mis recuerdos, ni mis experiencias. Me interesa mucho más narrar los mundos que no son los míos, los puntos de vista que no son los que yo tengo.

Pero se podría decir que el narrador de Dos veces junio tiene mucho en común con su mundo. Cierto, hay una distancia, pero no es algo completamente distinto.

Sí, escribir sobre mundos ajenos no debe necesariamente tener que ver con escribir sobre mundos remotos o irreales. Puede ser realidad muy próxima. Yo me podría invocar a una tradición que es “ir lejos para hablar de cerca”.

Ciencias morales es una novela que trascurre en el colegio secundario al que yo mismo fui. ¿Conozco ese mundo? Lo conozco. ¿Conozco ese colegio? Lo conozco, pasé seis años de mi vida allí. Sin embargo, el punto decisivo de las Ciencias morales fue que la narración siguiera no a un estudiante, sino a una preceptora, así que no es mi punto de vista y las vivencias que se ponen en juego en esa novela no son las que tengo yo como alumno de colegio. Son otras.

Dos veces junio, ¿dónde trascurren? En mi barrio. Cuando yo era chico, hasta que tenía 15 años, vivía a 7 cuadras de distancia de la ESMA. Y recuerdo cosas completamente siniestras: en esos años ocurría que había cortes de luz por fallas, pero en mi barrio no hubo cortes de luz. Y cuando había cortes planificados, allí nunca se cortó. Ahora ya sabemos por qué: los torturadores necesitaban electricidad. Al mismo tiempo, por ejemplo, el narrador está haciendo el servicio militar. Yo no lo hice. Todas las historias del servicio militar que se cuentan, yo no las he vivido. Luego, el narrador tiene una posición frente a las circunstancias políticas con los que yo no estoy completamente de acuerdo. Al revés, es un narrador construido para provocar irritación.

¿Es posible escribir sobre el servicio militar sin haberlo vivido? Yo me lo pregunto porque a veces se dice que una traductora no puede nunca traducir algo que habla de la guerra, del servicio militar y tal porque no lo vivió.

A lo mejor, las feministas dirían que alguien que no sea mujer no puede escribir sobre la menstruación, la maternidad, etc. Eso supone una idea de la literatura que solo se escribe a partir de las propias experiencias, lo que es una idea exactamente contraria de la que yo tengo. Se puede escribir de las propias experiencias, pero no hay por qué.

Hay lectores que solo pueden leer a partir de la identificación y se interesan solo por los libros en los que van a encontrarse a sí mismos. A mí me parece interesante la experiencia contraria, que es relacionarse con lo otro de uno. La posibilidad de trabajar la diferencia, el desvío de lo que se reconoce y la cuestión que se plantea en Don Quijote de la Mancha de que la literatura no se parezca a lo que uno vive, allí está la literatura para mí. Lo que fascina al Quijote de la lectura es que encuentra algo distinto de lo que vivió.

Así que la literatura nos invita a vivir en otros mundos.

Y muy a menudo lo que hace es que este mundo pasa a ser visto desde otro modo, que por fuera de la literatura uno no hubiera visto o pensado así. La literatura puede ofrecer una versión distinta sobre el mismo mundo real, sobre la misma memoria histórica. A esa cualidad, alguna vez se la llamó extrañamiento.

Su novela Dos veces junio de 2002 es quizás la primera que presta la voz a los miembros del mecanismo opresor del antiguo régimen, ¿verdad?

Hay por lo menos una antes, Villa de Luis Gusmán de 1996, que tuve como referencia. De hecho, el epígrafe que Dos veces junio tiene es un reconocimiento ante ese antecedente. Al mismo tiempo, ni Villa, ni Dos veces junio trabaja exactamente con el discurso del represor, sino con una figura intermedia. No es la figura del ideólogo de la represión o la voz del torturador, en el caso de Dos veces junio, tampoco es el doctor que narra, sino un subordinado.

El que obedece, pero deja hacer.

O sea, es una posición intermedia. Villa de Guzmán es igual en esa elección. Yo creo que di un paso a un otro grado porque Villa es un médico…

mientras que el narrador de Dos veces junio

…es un chofer de médico. Entonces, alguien da órdenes al torturador, luego está el torturador, luego está el médico que asesora al torturador, luego el chofer que lleva al médico. Es un subordinado. Apenas lo pensamos en el espacio de la autoridad. Apenas lo pensamos como un civil: está del lado de la autoridad.

Ese lugar ambivalente, esa doble pertenencia tiene algo parecido con Ciencias morales. El personaje principal de Ciencias morales es una perceptora. Ella es la autoridad respecto a los estudiantes, pero ella a la vez es la voz más débil de la cadena de la autoridad. Tiene a su vez un jefe, que tiene a su vez un jefe. Es un tipo de responsabilidad débil y a la vez fuerte, paradójica, desconcertante. Es la responsabilidad del que no asume responsabilidad, es el tipo de decisión del que nunca ha tomado una decisión. Extraordinariamente y de un tipo estremecedor, sin esa pieza, la máquina no funciona. Hacen falta muchas, parecen ser triviales y, sin dejar de ser triviales, son decisivas, por eso la banalidad del mal. No es que parezcan triviales y sean decisivas. Son triviales y son decisivas.

Esos grados de la responsabilidad, que no es la responsabilidad del que toma la decisión de vida o muerte de un prisionero, por ejemplo, pero al mismo tiempo forma parte como engranaje de una máquina represiva, no tocan en absoluto mi experiencia personal directa. Quiero plantearme cómo funciona ese mecanismo. Y es dónde la literatura tiene mucho por indagar. No un mensaje por dar ni una certeza dar, sino mucho por interrogar: ¿cómo todo eso, tan terrible y tan atroz, se vuelve normal? Porque funciona, porque se vuelve normal.

Eso suena a Hannah Arendt.

Sí. Y lo confieso. Yo no había leído Eichmann en Jerusalén antes de escribir Dos veces junio, lo leí por casualidad mientras lo estaba escribiendo. No lo fui a leer porque me dije “eso me va a servir”, fue justo al revés. Es que, mientras escribo, trato de no leer literatura argentina porque la lengua y los tonos, sobre todo cuando me gustan, podrían interferir en el tono o el registro que yo mismo encontré, así que aprovecho para leer teoría política y teoría literaria. Tomé el libro de Hannah Arendt mientras escribía y leyendo eso me decía: es lo que estaba buscando. Construí Dos veces junio desde la idea de que el lector tuviera por un lado fastidio, irritación con el narrador por la no reacción y todo el tiempo también la expectativa de que aparezca una reacción.

Y no aparece.

Y no aparece. Lo pensé sobre todo en el momento cuando decidí que hubiera un segundo junio, que la narración diera el salto del año 1978 al 1982, cuando estalló la guerra de Malvinas. Trabajé muy intencionadamente la idea de generar en el lector la expectativa “ahora sí va a reaccionar, ahora sí va a decir algo” porque ese narrador al que habríamos podido pensar sumiso porque estaba en el servicio militar ya no está en el servicio militar.

¿Se identifica con el régimen?

No. La identificación con el régimen, para mí, sería asignar a ese narrador un grado de conciencia política que no tiene.

Sólo se adapta.

Hay algo de adhesión personal, fervor por el personaje del doctor, que funciona como un padre para él, sentido del deber que no es respecto del régimen… Y es como si ignorara por absoluto cómo funciona la moral.

Ni siquiera es un patriota ni nacionalista.

No, es más complejo. No es que esté de acuerdo con lo que pasa. Ni está de acuerdo, ni no está de acuerdo. Nunca sabemos si está de acuerdo o no. Nunca sabemos qué piensa de lo que está pasando. Y si tengo que decir cómo trabajé sobre ese narrador y personaje, trabajé más bien con la idea de que no piensa nada. ¿Qué piensa de que está pasando? Nada.

¿Qué documentos estudió Usted para escribir la novela?

Ninguno. O, mejor dicho, algo que estaba en mis lecturas, en mis saberes, que vienen de muchísimos lados. Recordé, pero no volví a leer el testimonio de Adriana Calvo de Laborde, una prisionera que había dado a luz durante el cautiverio. Preferí trabajar con mi recuerdo, lo que implica también con mi olvido.

¿Para ser más independiente?

Sí, también por mi idea de la literatura. He escrito incluso novelas sobre acontecimientos históricos sin casi investigación o sin ninguna investigación. Hace años escribí una novela llamada Los cautivos sobre Esteban Echeverría, un poeta argentino romántico. Los cautivos trascurren de buena parte en una casa de una estancia en la que Echeverría se refugió en la época de Rosas. En este país que no conserva nada en absoluto, esta casa todavía existe, raramente se conservó. Está a unos 60 kilómetros de Buenos Aires. Yo no fui a verla. ¿Para qué? No me interesa la verificación.

¿Cómo logra entonces la verosimilitud de los hechos?

Porque la verosimilitud no tiene que ver con la verdad.

Es que la verdad se crea en la narración. La narración tiene que crear el mundo de lo símil, dependiendo de lo real.

Exacto. Es un efecto de verdad, no es verdad. Y cuánto menos verdad, mejor está dispuesto uno al efecto de la verdad.

Y si la manera de narrar es perfecta, te lo crees todo porque está funcionando en el mundo de la ficción.

Al mismo tiempo, si está mal construido el régimen de verosimilitud, lo que se narra puede ser verdad y no funciona: porque la literatura trabaja bajo el régimen de la verosimilitud, no de la verdad. La ficción crea sus propias reglas. Incluso cuando se trabaja con los hechos reales y se toma material desde la historia o del pasado político reciente, el desafío es la verosimilitud. Lo interesante para mí es justamente poner a funcionar el régimen de la verosimilitud de la literatura con presupuesto del conocimiento que el lector puede tener de esa historia. (Y cuando digo historia, no estoy pensando en la realidad cruda de los acontecimientos, trabajo sobre relatos previos.) En Los cautivos construí la verosimilitud respecto de la mitología de Echeverría como poeta nacional y los dispositivos civilización-barbarie, que están en Sarmiento, no respecto de la realidad de la casa donde Echeverría se metió. De hecho, las cosas que yo cuento son falsos en términos de la realidad histórica.

Diría que la literatura tiene una marca quizás diferencial con lo que puede ser en un museo de la memoria el discurso del quién allí nos recibe: es la posibilidad de interrogar. Yo no busco certezas. La literatura no está para producir certezas. Está en todos casos para desestabilizar certezas y abrir posibilidades de lectura que el que escribe no puede dominar.

Ni se puede dominar.

Hay escritores que lo quieren.

Pero eso es una idea bastante totalitaria de la escritura.

Sí, pero la hay. Y la dictadura, la establecen muchas veces los lectores que te preguntan qué quisiste decir creyendo que en la respuesta está la verdad del texto. Y cuando uno se niega a dar esa respuesta o argumenta que esa respuesta es apenas una lectura posible, hay mucha resistencia a esa idea, sobre todo entre los lectores. Es una metáfora que ya se ha hecho: la idea que un texto es un lugar en el que hay un tesoro escondido, quién lo escondió es el autor y leer es encontrar ese tesoro. Por supuesto no es así. Borges fue y es nuestro escritor más perfecto porque no tenía precisamente esa concepción.

¿Considera a Borges el escritor argentino más perfecto?

Sin dudas. Tenía precisión con el lenguaje, cada palabra suya es perfecta, uno la lee con la certeza que esa era la palabra, no otra, que tenía que estar allí. Borges llevó la autoconciencia y la reflexión literaria a un nivel de perfección. Eso es para mí la definición de la literatura: brillar cada palabra como única. Pensando así, podemos volver a la cuestión del narrador. Es lo que primero que hay que construir…

y Borges construyó muchos narradores.

Y lo genial era eso.

Volvamos a sus obras. ¿Podría Usted explicar por qué pasó de la parodia de sus primeros libros a la exageración cruda y crítica de los últimos tomos?

Por una motivación literaria. El registro paródico está en el Informe, en Los cautivos,e ir hacia otro texto que trabajara en ese registro para mí era ir hacia algo que ya sabía más o menos cómo iba a ser antes de ponerme a escribir. No me planteaba un desafío. Yo me dispongo a escribir algo que no sé si me va a salir. Me gusta que pase algo durante la escritura. Si no, la escritura sería pura ejecución de algo que ya está decidido. La escritura no es ejecución de algo que ya está decidido. La escritura produce algo. Y ese algo que produce, uno no lo sabe, porque precisamente lo produce la escritura. Entonces, yo no sabía si un registro no paródico, la crudeza, me iba a funcionar.

Dos veces junio está construido desde el corte y la fragmentación. Consideré que un libro como Dos veces junio debía ser escrito de una manera fragmentaria porque hay un impacto que tiene el corte y hay un tipo de impacto que se produce en el montaje de pasar de una situación tremendamente brutal a una situación banal, y luego otra vez brutal, y luego otra vez banal. Unos años después escribí Museo de la revolución: no tiene ni siquiera división en capítulos, es un continuo desde la primera página hasta la última. Y no cuento una única historia, hay varias historias y varias temporalidades, por lo menos tres niveles de tiempo; sin embargo, la escritura fue continua. Son decisiones narrativas. Porque, en verdad, no es otra cosa que artificio.

Cuando uno se pone a escribir un libro, siempre hay algo imprevisible. ¿Cómo afronta este contraste entre lo que puede controlar como creador y lo que tiene que ver con el “dejar se llevar”?

Siempre hay un inesperado porque literatura, como decíamos, no es un instrumento, es una máquina de producción de sentido. Lo inesperado lo afronto con incertidumbre, sobre todo por el tipo de carácter que tengo. A mí no me gusta dejarme llevar. Nunca en nada. Me gusta saber siempre en todo. Me pasa con escribir, me pasa con las comidas, me pasa con las ciudades. Ahora voy a viajar a Konstanz. Estoy tranquilo porque ya conozco Konstanz. No me gusta viajar a ciudades en las que nunca estuve: tengo una inquietud porque no sé dónde voy. En el caso opuesto, apenas llego, domino al menos la parte en la que voy a estar. Nunca me pasó no saber dónde estoy. Me ha pasado más bien al revés: he dado indicaciones a turistas en ciudades a las que yo había llegado hace un día.

Así que al escribir afronta algo que no le gusta para nada.

No es que la pase mal escribiendo, no la paso mal. Pasarla mal escribiendo, no escribiría. La paso tremendamente bien. Porque todo eso que está ocurriendo ocurre a partir de lo pensado. Yo trato de pensar lo más posible. Cuando me pongo a escribir, todo lo que se puede pensar ya está pensado. Eso explica, creo yo, que Ciencias morales me llevó dos meses a escribir. Museo de la revolución, que es un texto más complejo, que tiene un largo ensayo sobre el marxismo en su interior, me llevó 40 días. Cuando afronto la escritura, no es una escritura de prueba y error. No tengo versiones. Algunos escritores tienen 5, 6, 10 versiones de lo mismo porque su prueba es por la escritura. Yo pruebo mentalmente. Y la forma no es para mí una cuestión menor: probé el tipo de narrador en Dos veces junio, probé la tercera persona, probé la primera, probé el continuo, probé el fragmento. En Ciencias morales probé el punto de vista de los estudiantes, dije no, probé la primera persona, me di cuenta que no, pensé el personaje de la preceptora, todo mentalmente; cuando tuve la tercera persona y su relación con el personaje, el tono y el registro, comencé a escribir.

Luego, sería un error no atender aquello que solo existe una vez que uno está escribiendo, arruinaría el texto porque si bien yo pienso todo lo que se puede pensar antes de ponerse a escribir, sé que hay algo que se va a poder pensar al escribir. Casi diría que tenerlo todo pensado me deja en mejor condición de atender a lo que aparece: puedo entregarme por completo a lo inesperado porque lo que había para pensar, ya lo tengo pensado.

En Ciencias morales tenía pensado la trama y cuando escribí un episodio, tenía una intensidad mayor a lo supuesto. Fue así: la perceptora se pone en los baños de colegio para espiar a los alumnos, para vigilar su conducta, para ver si están fumando. Ella considera que está cumpliendo su deber, que es controlar la disciplina, y al mismo tiempo se nota que hay una fascinación sexual por esconderse y espiar. Un día, su jefe la descubre allí escondida. Cuando llegué a esa escena, me resultó mucho más intensa y brutal de lo que había supuesto. Y allí me dije: bueno, ¿cómo se sale de acá?

¿Le gustan esas sorpresas?

Sí. Es una sorpresa controlada. Puedo dejarme llevar porque ya sé dónde estoy.

¿De qué va a tratar su próximo libro?

Ya lo tengo escrito. Es una novela que se llama Fuera de lugar y que se va a publicar en Anagrama a principios de 2016. Es difícil explicar de qué va. En parte tiene que ver con la pedofilia y otra vez se maneja una zona ambigua, de un daño no vivido como daño: les sacan fotos a los chicos. No los violan, no hay un abuso sexual carnal, y como los fotografían y no los tocan, creen que no les están haciendo nada. Es como si el conscripto de Dos veces junio dijera: yo no estoy haciendo nada, a mí me dijeron que trasmitiera esta frase. Y uno también dice: sí, pero esta frase habla de que van a torturar a un niño.

Esta zona gris, impune me fascina. Y la idea de que algo horroroso se cuente con neutralidad me fascina. Pero eso exige un tono. Otra vez: es un artificio. Todo lo que luego eso involucra -una determinada realidad política, una determinada memoria histórica- cobra existencia porque hay una verosimilitud, porque hay técnicas narrativas. Por eso decía que la forma no es menor: la forma es todo. No es un instrumento, es lo que hace existir la literatura.

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